Elsa. Uruguayos en España
Cuando llegué a España, en 1992, mis nuevos amigos, nada más conocer mi nacionalidad, enseguida me citaban largas listas de compatriotas que prometían presentarme a la mínima ocasión.
Algunos de mis connacionales que más me conmovieron no los conocí porque un catalán me los presentara sino que por diversas circunstancias entré en contacto con ellos de un modo directo y a veces emocionalmente impactante.
Parecía que las huellas de su biografía las llevaban cargadas en sus hombros, en las ojeras debajo de sus ojos, en el andar cansino que delataba un agotamiento, y en muchos casos una señal de decepción; una huella que permanecía allí como una bandera plantada debajo de la posible prosperidad con que luego se vinieron a revestir en su nueva vida.
Elsa, llamémosla así, me sorprendió por la cantidad de sus arrugas que no impedían percibir en los labios una sonrisa de niña, quizás una sonrisa socarrona en algunos momentos, pero sus ojos, aunque brillaban al narrar hechos maravillosos de su vida, guardaban una mirada recta e intensa, acusadora, despreciativa por momentos y a pesar de todo enfocada al futuro o al menos a su presente.
Yo estaba cercano a mis treinta años y mis compatriotas, casi todos ellos tenían más de cuarenta. Una larga oleada de exiliados del año 1973 (momento del golpe de estado en el Uruguay) y sucesivos.
La decepción y escepticismo de sus miradas y su postura general ante la vida, contrastaban de manera evidente con una mirada quizás más superficial y un sentido de la vida enfocado a la familia y a la sobrevivencia económica, poseían una cuota mayor de alegría y un cierto contento basado en la adquisición de su casa y de su coche y que sus hijos pudieran estudiar, esos constituían los logros de este segundo género de exiliados; económicos. Debo decir que me aburrían bastante.
La amplísima cultura enciclopédica de los primeros y la intensidad de sus análisis sobre la realidad uruguaya, española y mundial, a veces, me parecía algo anacrónica y desfasada. Sabían mucho pero no podían hacer mucho en el contexto inmediato con todo ese saber.
Los exiliados políticos mantenían en su corazón cierto rencor por lo que no pudo ser y los exiliados económicos intentaban meter su cabeza de avestruz en el contento cotidiano más o menos consumista.
Elsa pertenecía a un tipo de persona que combinaba ambos mundos, grande, algo sobrepasada de peso, cubierta con un enorme abrigo de lana de los que se usaban en Uruguay y que con la humedad de Montevideo, luego de un par de horas de uso, incrementaban su peso en un porcentaje suficiente como para hacerte cansado el andar. La humedad constante de Barcelona no le va a la zaga a la de Montevideo: la diferencia la marca el viento pampero procedente del sur, de la pampa argentina y, más lejanamente en su origen, de la propia Antártida, lo que cambia el tiempo y la atmósfera de la ciudad cada pocas horas; en Barcelona, arrinconados entre el mar Mediterráneo (un auténtico plato de aceite comparado con cualquier océano o con el río de la Plata) y la cadena montañosa que hace de parapeto de contención a cualquier corriente eólica, soportábamos el anticiclón constante que te hace estar mojado en pleno invierno debajo de la ropa abrigada si no sabes escoger el tipo de tejido con que abrigarte.
Hija de un inmigrante judío de algún país de Europa que no puedo recordar mencionaba con orgullo y con amor la labor cotidiana de su padre (vendía caramelos sentado sobre un cajón de verduras y con la mesa de sus productos encima de otro cajón de idéntica procedencia, a las puertas de la Caja de Jubilaciones y Pensiones). El trabajo con el que, en aquel Uruguay próspero, se convirtió en un adinerado industrial y adhirió al Partido Comunista; se trataba de un judío exiliado, de la persecutoria Europa, por su raza y por su adhesión a la ideología comunista. Llegó a tener varios locales industriales en Montevideo, entre otros, uno muy grande que mencionamos, uno que fue donado o prestado por él a la Unión de Juventudes Comunistas del Uruguay, en una calle del barrio del Cordón.
La adhesión al Partido Comunista de muchos prósperos empresarios era muy habitual, no sólo en el Uruguay. Mi amigo Enrich, otro exiliado económico, también hijo de un empresario industrial uruguayo, pero con una militancia política de larga data en el Uruguay y en el Brasil de su esposa Anke, hija de alemanes, explicaba esa adhesión por motivos prácticos: “en el Uruguay de esos años, si permitías la formación de una sindicato anarquista, estabas frito, a la mínima huelga te rompían todas las máquinas. Fomentar un sindicato comunista era fundamental, así sabías que los operarios iban a estar disciplinados y no te iban a robar ni a romper nada”.
Al llegar a la juventud y como hija única de aquel hombre que construyó una importante fortuna con trabajo y constancia en el Uruguay próspero de la posguerra, se casó con un licenciado judío miembro, como suele decirse, “de la colectividad” (la colectividad judía, obviamente; totalmente excluyente, según palabras de mi gran amigo y periodista, judío no practicante y totalmente “desintegrado”, como él decía, es decir “integrado” en la sociedad uruguaya, Marcelo Jelen).
Elsa me decía que se había casado con aquel muchacho más que todo porque así hacía feliz a su padre. Eran años de militancia y juventud de los sesenta que iba a tomar el poder y a poner allí a la imaginación y a la dictadura del proletariado.
La peripecia que marcó el antes y después, según ella indicaba y no solo con palabras sino con toda su gestualidad y con sus ademanes más sólidos de desprecio y rabia, de animadversión, de rencor y ahogado deseo de venganza, en su vida, fue el momento en que llegó la dictadura con su golpe de estado. La instauración de toda la tristeza que luego, cuando escuchamos al cantante Chico Buarque, nos damos cuenta que se “olvidaron de desinventar”, aunque muchos deseábamos que “pagaran y bien pagado todo el dolor”.
Tenía en ese momento dos hijos pequeños, de no más de cinco años el mayor, según puedo recordar, y cierta noche ella cae presa. El deporte nacional, detener personas, al que se entregaron de inmediato las llamadas “Fuerzas conjuntas”; una unión de las fuerzas armadas y la policía nacional para el combate de los “agentes del comunismo internacional”.
Cumplieron a rajatabla con aquel mandato de un adlátere hitleriano que recomendaba algo como ir por ellos, por sus compañeros, por sus parientes, por sus vecinos y por todo aquel que alguna vez los saludó.
Estuvo presa e incomunicada durante unas cuarenta y ocho horas, hasta que vino el marido a decirle que “España la sacaba”, pero que a cambio tenía que ponerle a su nombre todas las industrias y bienes que poseía, la fortuna heredada de su padre que vendía caramelos en la puerta de la Caja de Jubilaciones y Pensiones; también se quedaba con los hijos.
Así libró aquel hombre a la patria atacada por el comunismo internacional de un agente comunista que se había enquistado en su propio matrimonio.
Como ya estábamos en 1992, le pregunté si no había iniciado algún trámite para recuperar sus bienes en el Uruguay. Y ella me sorprendió con la respuesta de que ella ya había rehecho su vida con un hombre maravilloso en Asturias, donde regentaban un hotel en un famoso Parque Nacional, reserva ecológica, al cual por supuesto me invitó. Que había vuelto a ver a sus hijos y que ellos estaban bien, eran grandes y les había podido contar su versión de la historia. Pero que ella continuaba con su vida de ahora.
Era una persona que sabía cómo hacer dinero, poseía ingentes fuerzas interiores que la guiaban y me asombró una vez más con ese residuo poderoso con que las madres y las personas pueden perdonar y seguir su camino. Aun así, su dolor a todas luces figuraba en su rostro, en sus hombros cargados, en su ropa oscura por un duelo quizás de difícil resolución, y en ese énfasis, por momentos, no del todo convincente de que ella ahora estaba bien y que estaba bien y que estaba bien, como si te amenazara si llegabas a cuestionárselo.
La vi solo una vez, yo atendía un comercio en el metro de Barcelona que había abierto con un aragonés retornado de Venezuela luego de cuarenta años en Caracas, y la conversación habrá durado una media hora. Guardé la tarjetita de su hotel asturiano mientras me percataba de que nunca olvidaría su historia.